Si queremos que nuestro pequeño nos escuche, debemos enseñar con el ejemplo y aprender a escucharlo nosotros a él.
No se habla sólo con las palabras. La expresión de la cara, así como la mirada y la posición del cuerpo, envían mensajes de rechazo o de aprobación. Muchas veces, el niño nos pide atención, no necesariamente aprobación. Démosle, al menos, la satisfacción de sentirse escuchado.
Si seguimos viendo la tele mientras nos habla, le estamos comunicando indiferencia. Si seguimos cocinando cuando él entra en la cocina para decirnos algo «¡importantísimo!», enviamos mensajes de molestia. Esto no significa que siempre tengamos que estar disponibles. Si no podemos escucharle, dejemos un momento lo que estamos haciendo y digámosle: «Es muy interesante, pero ahora tengo cosas que hacer».
Si queremos que nos escuche, mirémosle a los ojos. Jueces, policías y profesores saben muy bien que, si se quiere dar una orden, emitir una sentencia o enseñar algo, hay que actuar con altivez, colocar una separación entre sí y el interlocutor o, como mínimo, estar de pie para poderle mirar de arriba a abajo. Pero ésta no es la mejor manera de favorecer las confidencias y facilitar el desahogo de los propios sentimientos.
Si el niño quiere hablar con nosotros y nosotros queremos hablar con él, colguemos el teléfono, asegurémonos de que no se distrae, ya sea con sus juguetes o con una mosca que revolotea por la habitación, agachémonos a su altura, cojámosle la mano y usemos un tono de voz reconfortante. Sobre todo, escuchemos.
Ayudémosle a expresarse, animándole con frases como: Desde tu punto de vista…; Te parece que…; Si he entendido bien, dices que…; Te sientes como si…
Cuando repetimos con nuestras palabras lo que intenta comunicarnos, no sólo le estamos ayudando a tener claros sentimientos e ideas, sino también a reflexionar sobre sí mismo y a dar un nombre a sus propias emociones. De esta manera, será mucho más fácil para nosotros y para él encontrar una armonía.